Camiones y más camiones de moras subían por el árbol donde vivía
Azulino. Debajo, entre zarzas, las cabras salvajes recolectaban el fruto, los
topos se encargaban de llenar los camiones y las ardillas subían la mercancía a
toda prisa. Se trataba de que Azulino comiese el máximo número de moras por
minuto, para poder estar bien gordo cuando llegasen los eucaliptos. Cuanto más
comía Azulino, más plumas le crecían. Llegado el momento, tendría que esfumarse
de un golpe, como siempre, en un gran ¡Pluf! que cubriese el bosque de Eume de
millones de plumas azules.
Era muy temprano, el sol casi no alumbraba y Sofía y Dama ya estaban
en la cabaña del viejo Eume preparando litros y más litros de pócima secreta
que tiñe a la gente de azul. Para conseguir la receta, Sofía habló con las
plantas de tallos rojos, finos y largos y también con la nube azul.
La nube llovió más fuerte que nunca y los zorritos que Flequillo
dirigía, se encargaban de recoger el agua en la gran olla gigante. Con la
cuerda de la niña de los ojos del bosque, colgaron la olla del techo de la
cabaña y con el mechero que Sofía llevaba siempre encima, encendieron el fuego
a la primera. Los pájaros del bosque lo mantenían siempre encendido. Mientras
Dama removía la sopa mágica, Sofía calculaba los ingredientes: agua de la nube,
esencia de abedul blanca como la leche y almendras tostadas en azúcar.
Durante toda la noche, mientras Sofía y Dama dormían, los jabalíes y
los ciervos se encargaron de limpiar los caminos que llevan al río y de ordenar
un poco los enormes prados que rodean al bosque. La fauna del verde paraíso
atlántico se había pasado las últimas diez horas trabajando. Antes del
mediodía, sólo quedaban por teñirse de azul las plantas y los árboles que
vivían en las montañas que rodeaban la parte más estrecha del río, donde vivían
los árboles abuelos. Las pisadas de los eucaliptos se oían cerca muy cerca y
Sofía le dijo a la nube azul que se fuese corriendo a regar aquella zona. Así
que se fue la nube corriendo y Sofía gastó las últimas cucharadas de esencia de
azul de Eume en los animales que quedaban por teñir.
El río estaba cada vez más azul, pues como nace en la cabaña, Sofía
le dio de beber al río una gran
cantidad de pócima. Azulino estaba gordo como una bola y los animales que le
habían alimentado durante toda una noche y toda una mañana, corrieron a bañarse
de azul al río. Las liebres les habían acercado al árbol unos buenos vasos de
pócima, así que no tardaron mucho en ponerse azules como el espíritu del
bosque: Azulino.
Ya todos los habitantes eran azules, incluidos los insectos, los
pájaros, las hojas caídas y las grandes piedras vecinas de la Roca de Julio.
Allí se reunieron de nuevo todos los animales y esperaron la llegada de Sofía.
No faltaba nadie, sólo Flequillo, Sofía, Dama y Lubina, que vigilaba en el mar.
Un gran aullido hizo temblar el bosque. Sofía volvió a lomos de Flequillo
corriendo más rápido que nunca, seguida por una enorme cola de saltamontes que
aún bajaban de la montaña. Mientras saltaban esquivando matorrales y zarzas,
Sofía rodeó su boca con las manos, apretó los ojos y al galope, con la ayuda
del eco gritó:
- ¡Azulino! ¡Ahora!
Los salmones subían a toda velocidad río arriba. Detrás venía
Lubina, nadando deprisa delante del bus del río, la barca de lana cargada de
pulpos, mejillones y sardinillas que también eran azules como el atlántico.
Azulino ¡Pluf!, un enorme ¡Pluf!
Llovieron plumas, las plumas más azules y más suaves que jamás había
visto Flequillo. Azulino explotó en silencio millones de pequeñas plumas que
taparon todas las copas de los árboles, los caminos y las piedras. Hasta la
hierba más pequeña, desde el cielo, era azul Azulino.
- ¡Al
río!
Y con esas palabras de la pequeña Sofía, una
estampida de animales se fueron colocando en fila a los largo de las dos
orillas del río Eume. Los animales de una orilla miraban en silencio a los
animales de la otra orilla, deseando que el plan de la niña de los ojos del
Eume funcionase. Con sus sandalias amarillas teñidas de azul, con su perra
hecha una bola azul y con su pluma azul prendida en la diadema, Sofía vio de
lejos las copas de cientos de árboles altísimos. Eran lo único verde que
asomaba en aquel paisaje, se veía con claridad que estaban a punto de entrar en
la ría.
- ¡Al suelo!
Los
animales se agacharon y los árboles se quedaron quietos como el hielo. Y si
quieres saber la que se va a armar, ahora tienes que dormir, para poder soñar y
mañana contarles a todos,
las aventuras que han de pasar.
Texto: María Peña Lombao
Ilustraciones: René Magritte
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