viernes, 15 de noviembre de 2013

Las sandalias amarillas, de María Peña Lombao


En casa de Sofía, todos se fueron de compras por la mañana, menos su abuelo, el abuelo que le regaló las sandalias amarillas. Él era quien vivía todo el año en la casa de madera donde la familia de Sofía pasaba las vacaciones.

Era el segundo día que Sofía estrenaba sus sandalias amarillas. Aquellas sandalias le parecían fantásticas, porque podía trepar por las ramas de los árboles, correr a través de bosques llenos de matorrales y pequeños arbustos, y no resbalaban en el agua del río. Además, no se manchaban y siempre estaban relucientes. Con ellas puestas, nadie iba a sospechar nunca que la pequeña Sofía se convertiría, tarde o temprano, en la niña de los ojos de aquel bosque lleno de vida. Antes de irse a jugar con Dama, le preguntó a su abuelo:

    - Abuelo, ¿qué es misterio?

El abuelo dejó de leer el periódico y le dijo:

    - Misterio, misterio, misterio… misterio es no saber explicar, las aventuras que han de pasar, pequeña.

Sofía se encogió de hombros y le dijo:

    - Pues nosotras nos vamos al río, abuelo.
    - Sé puntual para la hora de comer –le recordó el abuelo
    -    ¡Vale!

Sofía le dio un beso y el abuelo vio a su nieta correr contenta con su perra hacia el bosque, y siguió leyendo las noticias con una sonrisa de oreja a oreja. Y entonces aquel día, Sofía y Dama se enredaron en una nueva aventura que ninguna de las dos habría sospechado cuando se levantaron aquella mañana y desayunaron migas de pan con leche y azúcar.

Sofía y Dama se metieron en un bosque que había dentro del bosque, uno más pequeño y oscuro, lleno de animales escondidos y plantas muy tímidas. Era una zona de árboles especiales, muy raros de encontrar en aquella zona. Sofía y Dama, que ya conocían el lugar, sabían que si esperaban un poco allí de pie, saldrían los animales de colores a colgarse por las lianas y a saltar de rama en rama, y harían piruetas en el aire para divertir a Sofía. Dama era más inquieta, y Sofía siempre le decía que tenía que tener paciencia, porque las mejores cosas pasan cuando esperas.

Y así fue que al poco tiempo de estar allí, salieron todas las ardillas verdes y azuladas a correr de un lado para otro. Había zorros de tres colores, que también se colgaban en el aire y muchos insectos con alas transparentes que brillaban y soltaban destellos al volar. Sofía miraba con la boca abierta la función de teatro de aquella gente colorida, y Dama perseguía a los insectos que cargaban flores de un lado para otro. De repente se quedaron todos quietos y Sofía entendió que era su turno: tenía que aprender a jugar con ellos. Se quitó sus sandalias amarillas y se fue corriendo hacia sus maestros, los zorros de lunares verdes y bigotes amarillos. Ellos le enseñarían la primera lección: andar con las manos.

Mientras los zorros de lunares rojos le enseñaban a mantener el equilibrio, y Sofía casi le tenía pillado el truco a andar boca abajo, el bosque se calló de golpe. Sofía se puso de pie y admiró una corona de mil flores alrededor de sus sandalias amarillas. Pájaros, monos, roedores y zorros se bajaron de las ramas y rodearon a la niña, haciéndole un pasillo que la conduciría hasta el altar donde estaban sus sandalias: apoyadas en una roca, delante un zorro del mismo color. Sofía nunca había visto un zorro amarillo de bigotes verdes. Era más alto que ella y tenía gafas.

El río, que siempre se oía a lo lejos, también dejó de sonar. Hasta la única familia de osos que vivía en aquel lugar, se acercó a la fiesta silenciosa. Todos juntos empezaron a silbar una canción muy suave y Sofía echó a andar por el pasillo de animales de colores. El zorro amarillo le acercó las sandalias con el hocico, y Sofía se calzó de pie apoyándose con una mano en la patita del zorro tan amable. De repente las margaritas, las violetas y todas las flores que los insectos brillantes habían dejado alrededor de sus sandalias, empezaron a subir en espiral alrededor de la pequeña Sofía. Dama vio a su amiga dentro de un tornado de flores, con los pelos alborotados hacia arriba, y Sofía respiró muy hondo y olió el olor más rico del mundo.

Poco a poco, el tornado oloroso fue perdiendo velocidad y Sofía terminó despeinada y un poco mareada. Cuando se recuperó, todos aplaudieron y saltaron, incluso Dama, que no entendía muy bien qué había pasado. Sofía también aplaudió y cuando se miró a los pies, se dio cuenta de que estaba a unos centímetros del suelo, y que podía andar sin tocar el suelo, y que podía bajar y subir del suelo y mantenerse en el aire. Muy pero que muy sorprendida se dio la vuelta para preguntarle un montón de cosas al zorro amarillo, pero ya no estaba allí. Tampoco los animales de colores, ni los insectos que dejaban brillos por el bosque. Sólo Dama, que no hacía más que pasar las patitas por debajo de las sandalias que Sofía llevaba puestas, para comprobar que era cierto lo que veían sus ojos.

    -Dama, ¿donde está el zorro con gafas? ¿Y los amigos del bosque?

Dama se agachó y se cubrió el hocico con las dos patas. Sofía apoyó los pies en el suelo, y volvió a hablar en voz alta:

    -Bueno, seguro que los veremos en otro capítulo. Creo que es hora de ir a comer, Dama. Tenemos que llegar a tiempo para que el abuelo no se enfade ¡Vamos!

Y Dama se subió a la cabeza de Sofía y se fueron a casa caminando por el aire. En un plis plás llegaron a la puerta de la cabaña de madera, y el abuelo estaba preparando la comida.

    -¿Qué tal Sofía?

La pequeña cogió el cucurucho de la barra de pan y le dio un trozo a Dama.

    -Estuvimos en el bosque, abuelo.

    -Me lo imagino, pequeña, me lo imagino. Ahora hay que comer, y después hay que echarse una siesta muy fuerte.

Y Sofía le respondió con la boca llena:

    -¡Hm! Para poder soñar, y mañana contarles a todos, las aventuras que han de pasar.

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