Mientras subía al monte Cerinea, Hércules, lo que se dice contento, no estaba. Euristeo se había negado a contabilizar su segundo trabajo, ése en el que había tenido que acabar con la Hidra de Lerna, por haber contado con la ayuda de su sobrino Yolao (aquí). Y por si eso fuese poco, va y ahora le ordenaba enfrentarse a la Cierva de Cerinea, todo un animal sagrado, con el que la fuerza y el valor que había demostrado hasta el momento no iban a ser suficientes.
Euristeo había dejado muy claras sus órdenes:
Debía capturarla viva y llevarla sana,
sin un solo rasguño, hasta Micenas.
La cierva era un animal sagrado consagrado a la Diosa Artemisa, la diosa de los bosques. Figuraos si era difícil capturarla que ni la propia Artemisa había logrado hacerlo. Hacía algunos años que la propia Diosa había sorprendido a cinco ciervas de belleza extraordinaria con cuernos de oro y pezuñas de bronce paciendo en un claro de su bosque. En cuanto las vio pensó que eran los animales idóneos para tirar del carro de una diosa. Así que empezó a perseguirlos, pero únicamente logró capturar a cuatro. La quinta era precisamente esta cierva que Hércules debía llevar a Micenas, una cierva a la que la propia Artemisa había decidido dejar que viviese libre y feliz en sus bosques, bajo su protección.
La diosa Artemisa (Diana para los romanos) en su carro tirado por ciervas.
De pronto en lo alto de la montaña, a lo lejos, Hércules vio por primera vez a la Cierva de Cerinea. Hércules se quedó impresionado pues pese a que la imaginaba realmente extraordinaria ningún animal que había visto hasta el momento era comparable a lo que tenía delante.
Lo primero que llamaba su atención era su enorme pecho y su altura, semejante a la de un caballo, eso sí, con unas patas esbeltas y finas que revelaba la verdadera familia a la que pertenecía. Después uno quedaba extasiado ante el brillo que desprendía su cornamenta de oro y sus pezuñas de bronce, que le hacían parecer la reina de toda su especie. Realmente no cabía la menor duda que estaba ante un ser excepcional.
Durante semanas Hércules, como si de una visión se tratara, veía cada día unos instantes a la cierva para después ésta desaparecer. Realmente Hércules, un consumado arquero, hubiese podido inmovilizar al animal con una de sus flechas pero la orden que había recibido de Euristeo era muy clara: debía conducir a la cierva a Micenas sana, sin el más leve rasguño. Así que día tras día la cierva lograba escapar.
Las semanas se convirtieron en meses y Hércules continuaba sin avance alguno, siguiendo el rastro del animal, eso sí, sin desesperar, demostrando que la paciencia también estaba entre sus muchas cualidades. Durante todo un año Hércules llevó a cabo su particular persecución en la que tuvo que enfrentarse a múltiples peligros: atravesar ríos, cruzar praderas, escalar montañas... pero la cierva siempre era más veloz que él.
De pronto, cuando tanto él como la cierva estaban al límite de sus fuerzas, cuando la persecución les había conducido hasta el mismísimo monte Artemiso, la cierva quiso aplacar su sed bebiendo agua del río Ladón. Y fue precisamente en ese momento de descanso cuando Hércules tuvo su oportunidad para atraparla.
Sabedor de que si se acercaba a la cierva ésta volvería a huir, Hércules decidió atrapar a su presa desde la distancia. Para ello tomó una red que había construido y la lanzó sobre el animal.
En cuanto la cierva sintió la red sobre su cuerpo se alertó con un movimiento brusco, pero en esta ocasión no pudo volver a huir pues sus patas se habían enredado con lo hilos y cayó al suelo.
Furiosa comenzó a dar coces para liberarse, pero lo único que conseguía con sus movimientos era enredarse aún más. Fue una lucha terrible la que mantuvo la Cierva consigo misma. Desesperada, mordía la malla, se revolcaba en el suelo... hasta que por fin, jadeante, decidió inclinar su cabeza.
Hércules había conseguido vencer sin dañar en lo más mínimo a su víctima.
Exhausto pero dichoso Hércules se echó la cierva al hombro y emprendió el camino de vuelta. En esas estaba cuando de repente escuchó una voz que le increpaba:
¿Quién se atreve a capturar a mi cierva?
Hércules se dio la vuelta. Frente a él estaba la diosa Artemisa acompañada de su hermano Apolo.
Hércules no lo dudó un momento. Se arrodilló y con voz suplicante les dijo:
Soy Hércules, hijo de Júpiter y Alcmena. Soy plenamente consciente de la terrible ofensa que acabo de cometer capturando a vuestra cierva pero debéis saber que no lo hecho por voluntad propia sino por seguir las órdenes de Euristeo, del que soy esclavo. Por favor, os ruego, os suplico vuestra clemencia.
Artemisa miró a Hércules, después a la cierva y tras comprobar que Hércules no le había hecho el más mínimo rasguño le dijo:
De acuerdo, te concedo el permiso para que concluyas tu trabajo llevando a mi protegida. Únicamente pongo como condición que satisfecho el trabajo la cierva de Cerinea sea puesta en libertad sin hacerle daño alguno.
Agradeciendo su generosidad Hércules, con el animal a hombros, prosiguió su camino.
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